Límite
Pinchar la rueda a quinientos
metros del Polo Norte era un buen final para nuestra historia pero también un
mal presagio. En una pequeña taberna de Tromsø conocí a un tipo que se había
pasado media vida en plataforma petrolífera en la Antártida —o quizás no fue en
la Antártida, sino en barcos mercantes, cruzando una y otra vez el Cabo de
Hornos. En cualquier caso se había pasado media vida en el Polo Sur—. Le gustaba
el folclore chileno y el mate argentino. Cantaba «Gracias a la vida» y «Luna tucumana»
—No es muy habitual encontrarse a noruegos imponentes cantando zambas y
chacareras en las tabernas de Tromsø—. Fue él quien, borracho como una cuba, me
dijo «Lo mejor que puedes hacer es volver a por ella y llevarla a que conoca el
Polo Norte». «¿Por qué el Polo Norte?». «También puedes llevarla a Disneyland,
pero en el Polo Norte está el límite». Entonces levantó la copa y le pidió la
última al camarero.
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