miércoles, 7 de enero de 2009

Nápoles

...Probablemente uno de los libros más extraordinario que he leído en los últimos tiempos (hablo de los últimos cuatro o cinco años) sea Llámame Brooklyn, de Eduardo Lago. La historia es muy simple: un hombre (Gal Ackerman), antes de morir, le pide a un amigo (Nestor) que complete, ordene, reescriba, la novela que él no va a poder terminar nunca. La novela no es otra cosa que todos esos papeles que el viejo marino de origen danés Gal, varado en Nueva York, había ido acumulando para escribir su novela. La novela es dolorosamente autobiográfica, y el amigo encargado de terminarla, poco a poco, se va sumergiendo en esa dolorosa biografía que tanto le incumbe. No hay más historia, pero el libro es maravilloso. Eduardo Lago construye la novela a través de retazos, saltos mortales, espaciales y temporales. Creo que eso es lo que me parece magistral: Gal ha tenido una historia durante toda su vida con una tal Olga. Gal está enamorado de ella, lo ha vuelto loco, lo ha llevado al abismo y le ha hecho tocar el cielo, le ha hecho sufrir como un miserable perro. Pues bien, lo poderoso del libro es que el lector se va haciendo una idea de la historia a medida que va rellenando los huecos de lo que ha ido dejando escrito el propio Gal, y este proceso lo vive al mismo tiempo que su amigo, quien al final termina la novela...

...Ahora estoy en Madrid, pero ayer mismo, a esta misma hora, estaba en Nápoles. En el iceberg, en los gatos de mi propia biografía, está la relación entre “Llámame Brooklyn” y mi propia búsqueda de lo que yo mismo fui por las calles raídas, imposibles, emocionantes, de Nápoles. Ayer volví a abrazar a Claudio después de tres años en los que ni siquiera sabía dónde se había metido: sólo su caballete permanece impasible y abandonado en la Galleria Umberto I, en obras. Supongo que ya no juegan por la noche los scugnizzi a ser Maradona. Claudio seguía en el mismo sitio que siempre estuvo, buscando lo mismo, encontrando el mismo polvo. Ahora viaja a Milán y a veces está con su hija en España, pero siempre regresa a Nápoles, y siempre está rodeado de esos personajes tiernos, simples, desdentados, entre la indigencia y el dandysmo. Nápoles es ese caballete de Claudio abandonado en la Galleria Umberto I, mientras él está por ahí, zascandileando, en otra parte, en otro whisky...
...Desembarcar en Nápoles es verme frente a esos edificios de tuffo giallo, derruidos, ruinosos, dignos, pero a la vez mágicos. Veo portales, anónimos, y me estremezco al pensar en quién sabe quiénes vivirán ahora en esa casa donde hubo una fiesta una noche, donde hubo una piel, una noche. Paso frente a rincones donde sé que estarán la misma gente de siempre. Paso frente a Donald, vestido de pato, en Piazza San Domenico, y me entristece darme cuenta de que no me conoce, y de que nunca me reconoció durante los cinco años que viví allí. En cambio sólo Donald, el escocés siempre borracho y con una terrible cicatriz en su vida de la que nunca es capaz de hablar, se dio cuenta, en Piazzetta Nilo, frente al bar de la señora coi capelli di strofinaccio, el día que empezaron los bombardeos en Irak, de la leyenda que había en el techo de la iglesia: Hic locus terribilis est. Me lo decía con una cerveza, apesadumbrado por los bombardeos. Desembarcar en Nápoles es darme cuenta, no sólo de lo terrible de “este lugar”, sino del paso del tiempo (como me pasó cuando leí las vidas de Ulises Lima y de Arturo Belano... De repente, setecientas páginas después, uno descubre con una sorpresa grotesca, que se han ido haciendo viejos... Leí Los detectives salvajes en la última casa donde viví, después de licenciarme y de decidir quedarme allí, porque seguía enamorado de Nápoles y porque me estaba enamorando y porque maldita sea, no podía levantarme de la silla e irme en el mejor momento), de mi propio paso del tiempo, y de la eternidad obscena y a la vez repleta de movimientos en que vive Nápoles para no llegar nunca a ninguna parte. Desembarcar en Nápoles es recordarme a mí mismo con veintidós años, después de nueve meses recorriendo Latinoamérica con una mochila a la espalda, y es recordarme a mí mismo enamorado de aquella suiza loca que me volvió loco y que dentro de unos días tendrá un hijo, en Suiza, y es recordarme a mí mismo preparándome los exámenes, y los cassettes, y las casas donde viví, y las mujeres que no tuve, y esas noches, maldita sea, esas noches en las que caminábamos, siempre volviendo, Martín y yo, después de haber estado en un lugar al que nadie sabe cómo habíamos llegado, donde habíamos estado cantando o simplemente pensando qué estamos haciendo aquí: la taberna de Don Giovannino, con Claudio, y Wang, y a veces María, y siempre Martín, y el vino, y “La Malagueña”, e “Indiferentemente” en la voz de Don Giovannino, y el vino, y ese frío que iba despareciendo: primero se secaban los calcetines, después se iba calentando el cuerpo, empezando por el corazón... Era Don Giovannino, o era el restaurante Eritreo, o eran otros sitios por los que ahora paso, y no siempre los reconozco, o no siempre los recuerdo, y no siempre me conocen ni me recuerdan...
...A veces pienso que la prueba irrefutable de lo mucho que viví en Nápoles es la poquísima cantidad de fotos que tengo de aquellos años... Me acuerdo de mí mismo, cuando vivía en I quartieri spagnoli, bajando a ver a los artisti di strada. Me acuerdo de mí mismo tocando el piano o haciendo el memo disfrazado de Baco. No hace tanto, y todavía me siento parte de eso, y me emociona haberlo vivido aunque no querría seguir viviéndolo. Mi recuerdo de Nápoles son los jirones de piel y vida que fui dejándome entre sus calles, los calcetines agujereados, las manos en los bolsillos contando monedas. Por eso me fui de Nápoles, porque había llegado el momento de dejar de vivirlo. Creo que me fui a tiempo. Logré irme con el suficientemente tiempo de antelación como para que Nápoles siguiera infectándome como una de esas enfermedades que siempre llevamos con nosotros, que invernan, hasta que aparecen sus síntomas, como para que la misma condenada y miserable y adorable Nápoles me doliera con la misma fuerza que los amores que se fueron para siempre y que aún recordamos, en medio de una calle, con una sonrisa en los labios, con una nostalgia en el cuerpo, con los brazos bajados irremediablemente, con todos los sueños del mundo rotos en pedazos, pero de pie...
...Nápoles se ha terminado, ha cerrado el telón, y cuando vuelvo sólo veo los restos de la obra de teatro que yo representé, el circo en el que terminé desembocando, la vida que quise y que me quiso, las noches, las fotocopias de los libros, la casa negra con paredes doradas, el piano, la calle, los bares que compartí con Martín, en la frontera entre lo que había dejado atrás y lo que ahora llevo delante... Sospecho que si me hubiera quedado en Nápoles, yo mismo sería ahora como ese caballete de Claudio, solo, con el retrato de Shrek, con el dibujo del mismo rostro que retoca una y otra vez, y, eso sí (y esto es lo que de verdad me hace latir apenas llego a Nápoles y huelo su mar, su salitre, sus fugas de gas, su olor a mercado), con el mismo abrazo tierno, emocionado, desesperado, con que nos abrazábamos después de “La malagueña”, y Don Giovannino echaba el cierre, y él se perdía, dando tumbos, con su caballete a la espalda, y no sabíamos dónde dormía, dónde dormíamos, dónde estábamos, aunque sí porqué...
...Ayer me dijeron, además, que el profesor Kunkler había muerto: después de terminar de discutir mi tesis (Una critica sonora all'Occidente: Schoenberg e il movimento), el borachín Kunkler salió a felicitarme...

...Llámame Nápoles, y probablemente acertarás, o al menos me estremeceré un poco, a veces, incluso, me volveré para que no me veas llorando.

Miguel Ángel Maya.
Madrid, 7 enero, 2009.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Nápoles.

David J. Calzado dijo...

Reencuentro. He buscado el libro de Lago en los días en que estuviste en Nápoles. No lo he encontrado pero buscaré más tenazmente.

martin elfman dijo...

La última vez que estuve en esa ciudad endemoñiada, el verano pasado (no este último, el anterior), la sensación fue extraña. Llegue en coche, con Matías, nos fuimos directo al puerto y nos embarcamos rumbo a Ischia. En el lapso desde que entramos en la ciudad y llegamos hasta el puerto debo haber fumado diez cigarrillos, tal era la locura y los nervios por esas calles de locos, donde los coches giran cada vez que les da la gana y las manadas de motorinos se te meten entre las ruedas. Qué te voy a contar. Nunca había conducido allí y hacía pocos meses que había sacado el carnet.
La mañana siguiente, tras una noche de vinos y reencuentros con Raimundo (será a él a quién dibuja Claudio?), tomamos el barco y navegamos hasta Napoli. Para recorrerla a pie. Para enseñarle a Matías esos rincones. Para recordar.
El viaje en barco fue emocinante. Lleno de eso, de recuerdos de la cantidad de veces que había echo ese trayecto, de una costa a la otra, y la sensación indescriptible de libertad que me daba colgarme el caballete al hombro y largarme a Ischia. O coger las cosas y caminar en medio de una avenida gris detrás de la estación, con el viento en la cara, hasta donde me esperaba un coche que me llavaría a pueblos perdidos de la Campania para que me pusiera a pintar monigotes en aquellas situaciones absurdas.
Creo que no he vuelto a sentir ese tipo de sensación de libertad.
Luego al llegar fue todo extraño. Subir con Matías por via Roma, la galería vacía (sin Claudio, sin Maria ni Iván, sin mi), los callejones dei quartieri, el eritreo, la pizzeria Mimi donde esos napolitanos chaqueteros se descojonaban de risa cuando Argentina perdía contra Suecia, esa casa fabulosa donde nos recibió la policia la primera noche, la iglesia de al lado con su cura borracho, los travestis de la esquina... Todo tan cargado de recuerdos, tan a rebosar de nuestra autobiografía y Matías caminando a mi lado, que no veía nada de todo eso, ni le interesaba un carajo.
Y también el recuerdo de esa avenida caminada de noche, siempre de vuelta y contigo, con un frío de mil demonios y que a veces preferíamos caminar por dentro del barrio por que, a pesar de lo que dijeran ( y probablemente sigan diciendo) todas las guías, allí dentro nos sentíamos más seguros.
Pero la sensación fue, sobre todo, de lejanía, de cosa ajena, de que ya nada de todo eso me pertenecía.
Todavía hubo tiempo de encontrarme con unos amigos y tomar unas cervezas en piazza Bellini. Y de que Maria volviera a darme plantón (hay cosas que no cambian). Luego una pizza y el último barco a Ischia.
No se, puede que no ma haya ido a tiempo de Nápoles.
A veces, la hecho de menos.
Más a menudo, te hecho de menos.
O a los dos. Y viceversa.

Matias Escudero dijo...

¿Cómo que no me importaba un carajo? Bueno, yo no veía todo eso, pero en pocas horas sí que me dio para hacerme una pequeñita Nápoles: tus diez cigarrillos temblando en tus manos, el malón de camiones que se nos tiraban encima tras cada semáforo ignorado, el volantazo que quería obligarte a pegar y que de haberme tú hecho caso estaríamos ahora mismo "in galera" (por atropello de inocentes turistas), la pizza, mmmm, el rubio ese estrafalario llamado Pane que me invitó a vivir en su casa a cambio de un curso personal de fabricación de juegos de ingenio en alambre de aluminio, los scunizzi de los cojones que no entiendo qué nostalgia pueden suscitar si son demonios en forma de niños (los rumanitos de Otranto, eso sí que son pequeños cavalieri), en fin, en pocas horas contigo, Martín, un Nápoles pequeñito, y sí que te miraba de vez en cuando, de reojo, con la esperanza de verte derramar una lagrimilla, pero no hubo caso.

Lara dijo...

Eso está hecho.

Anónimo dijo...

Ahora entiendo. Amé a alguien que está perdido o encontrado en Nápoles y nunca entendí que hacía allí. Ahora lo sé .... perderse de sí mismo.
Gracias.