sábado, 3 de octubre de 2020

# TEXTOS ENGORDADOS Y OTRAS ESPECIES IV #

 


La llamada – Clara Falegname


El amortajado pelele pequeño pálido inerte sobre las enormes hojas de quién sabe qué vegetal enorme y acogedor y espeluznante y los ojos cerrados y la boca cerrada y los dedos entrelazados sobre el pecho y el rosario y la piel amarillenta como la de una fotografía velada o la de un incendio antiguo. Yo, recién llegada al poblado, venciendo las desconfiadas reticencias y los miedos, lo había conocido vivo o, más bien, agarrándose desesperadamente a un hilo de vida cada vez más resbaladizo y frágil, un hilo con cada vez menos futuro, más incierto, más sucio y enfermizo. Después de una desigual lucha de semanas, una madrugada, el pequeño desistió o decidió descansar o quién sabe qué fue lo que pasó pero el caso es que la lucha cesó y él quedó inerte después de un último suspiro. Cuando tuvo lugar el desenlace de la pelea, lo primero que pensé, rodeada por la música queda de los llantos, fue que yo sabía decir «vida», en la lengua de mis lejanos, desconocidos, hospitalarios huéspedes, pero no sabía decir «muerte». Contemplé y fotografié la ceremonia, tomé notas, elaboré teorías, mientras lavaban, amortajaban y perfumaban el cuerpo, sin dejar de preguntarme cómo se diría «muerte» en la misteriosa lengua en la que ahora, susurrando, lloraban al pequeño.

Fue entonces cuando le pregunté a quien hasta aquel momento había ejercido de intérprete entre ellos y yo, un adolescente de ojos vivarachos y una desesperante parquedad de palabras que me hacía desconfiar seriamente de que estuviese ejerciendo adecuadamente su trabajo.

«¿Cómo llaman ustedes a la muerte?» —pregunté—. Mi joven intérprete me miró extrañado y: «No la llamamos, señora, ella sola viene», respondió abriendo mucho los ojos.

Miguel Ángel Maya (Feat. Clara Falegname)

Textos engordados y otras especies



domingo, 30 de agosto de 2020

# TEXTOS ENGORDADOS Y OTRAS ESPECIES III #

 

Una mierdita muy triste – Rafael Chaparro Madiedo

Siempre miras hacia al cielo y de reojo al infierno pero al cielo y están ahí suspendidos estáticos inmóviles límpidos son los globitos rojos y negros que llevan suspendidos a los muertos por largas cuerdas que se envuelven a sus cuerpos yertos y livianos y negruzcos como muchos bracitos que tratan de darle su último abrazo su último aliento triste su último abrazo cálido y músico para que no se mueran de frío mientras los vientos helados de las alturas les congelan las manos y los ojos vidriosos y los pelos de estropajo azul y la mirada extraviada y perdida y los traseritos y la mirada cayendo al vacío triste triste triste los muertos siempre van vestidos de negro y se van de aquí perdidos en esas telas negras en los tejidos negros y en el olor negro turbio del después y en su mano llevan un ramito triste triste triste de claveles blancos que a veces se les cae de las manos y entonces las florecitas una a una se deslizan por la ola amarilla del día y mierda cuando caen lo que estalla en el pavimento húmedo es un esqueleto de clavel es un esqueletico de pétalo que se murió de soledad y de silencio cerca de las nubes amenazantes un pétalo que se murió de soledad en una florecita que no supo comprender el idioma secreto de las aves que vuelan lentas y que traen de las alas cansadas los presagios y las nubes y en definitiva a la muerte triste triste triste los globos rojos y negros están por todas partes encima de los parques y de los edificios y sobre las avenidas y sobre los estadios cerca de las montañas triste triste triste en las mañanas más exactamente cerca de las seis de la mañana cuando la ciudad entera se halla sumida en sus malos sueños y se despereza maliluminada y somnolienta cuando apenas los árboles de los parques y de las avenidas están comenzando a fabricar su perfume triste triste triste que después se diseminará por toda la ciudad los globitos de los muertos disminuyen su altura y entonces casi que los puedo tocar con las manos mis manos vivas y temblorosas que se mueren de frío a esa hora del primer café y del primer relámpago con mis dedos los toco y llegan casi hasta la copa de los árboles hasta los cables de la luz azul hasta los techos de las casas y de los edificios y se quedan suspendidos enredados en el absurdo tejido invisible y tedioso de la mañana y apenas son movidos por el airecito triste triste triste que lame la piel confusa de la ciudad a las seis de la mañana y apaga las velas agonizantes de la noche y los vasos olvidados en los zaguanes en esa acuarela de hielo deshelado y de restos lagrimosos de licor y entonces alcanzas a verles las caras a los muertos y lo que ves en sus miradas es agua muerta lo que ves es que tienen las manos llenas de hierba de tierra vieja y si aspiras ese aroma verás que huelen a antiguo y a torbellino y a bala o a cara de sorpresa inesperada pero no te puedes acercar mucho porque los gusanos siempre están allí carcomiendo sus jaulitas de carne carcomiendo sus cuerpos tristes tristes tristes más tarde a eso de las once de la mañana los globos rojos y negros toman de nuevo su altura normal y entonces si estás en un parque y miras hacia arriba ves el cielo sembrado de globos rojos y negros con muertos colgados que en sus manitas tienen flores muertas y empiezan a lanzar su enjambre de recuerdos y de momentos y los fragmentos de pasado y los resquicios de abrazos y de palabras pendientes y todo lo irremediable y lo roto te lanzan en enjambre como voraces insectos tiernos y te entra un down el malparido un down triste triste triste un down de saber que cerca del origen de la lluvia esos muertos te dicen adiós con las manos te dicen mándame una lluvia de whisky para soportar esta soledad tan triste triste triste todos los lunes que es el día más triste triste triste de esta ciudad en las primeras horas de la mañana cuando la luz débil del sol se empieza a instalar en todos los laberintos de las calles como perros perezosos o gatos desafiantes y son soltados y elevados nuevos globos rojos y negros con personas que han muerto la víspera y entonces si miras hacia el lado del cementerio ves un grupo de globitos subiendo poco a poco mientras rompen la neblina espesa del amanecer triste triste triste ves a los globos instalándose en las alturas y oyes la música de llanto el alarido y el crujido de los que se resisten y niegan con sus cabezas de vivos y lloran todavía con las muecas perplejas que deja la muerte y cerca de las nubes los ves con sus ramitos nuevos y alcanzas a ver que los claveles vibran con el viento de la mañana y con el renqueante desperezarse de los semáforos y el movimiento suave del engranaje del mundo y alcanzas a percibir que todavía en los labios de aquellos muertos hay dibujada una sonrisita triste triste triste que nunca más se reflejará en las nubes en la lluvia ni tampoco en el vuelo de las aves que todas las mañanas rayan el cielo y deforman los recuerdos y espantan los globos rojos y negros que hacen acrobacias al paso de la inercia entusiasta de las sonrisas que poco a poco se van difuminando que poco a poco se van desvaneciendo frente a las triquiñuelas del futuro el vuelo de esas aves cansadas que llenan las ramas de los árboles con su mierdecita triste triste triste y entonces vuelves a mirar hacia el cielo cierras los ojos y te tocas el corazón y compruebas que en verdad lo que late allí adentro como un perro herido es una mierdecita muy triste triste triste.

Miguel Ángel Maya (feat. Rafael Chaparro Madiedo)

Textos engordados y otras especies


domingo, 2 de agosto de 2020

# TEXTOS ENGORDADOS Y OTRAS ESPECIES II #



La fiesta de hielo – Silvina Ocampo



De un puente de hielo inmenso y azul vi a un hombre asomado y un cielo muy celeste lo iluminaba y al mismo tiempo lo rociaba de sombras.
Vi a una mujer envuelta en tul de hielo y un tigre oscurecido adentro del aire inmóvil que entre ventanas ojivales miraba mientras lamía algo que la penumbra me escatimaba ver. Vi el azul del hielo, tan azul que no llega a ser azul sino otro color, en escalinatas que no sé dónde van; tal vez al cielo, tal vez a la piscina, tal vez a un infierno deformado, tan diferente a como hemos aprendido que es el infierno. Vi luz eléctrica, dentro de linternas de hielo, que se abrían paso, amarillentas, a través de las heridas azules del hielo.
Puse mi mano en una llama de hielo, azul y al mismo tiempo deslumbrantemente roja, no me quemó. No tiembla la luz, que se abre paso quirúrgicamente a través del hielo, resquebrajándolo ¡y todo para desvanecerse antes que aparezca el sol de otras mañanas! ¿Esto lo he soñado o lo soñaré?.
Llegué a la piscina helada que sana enfermedades cardiovasculares y nerviosas. Me arrojé a los brazos inertes de la piscina, a su cuerpo líquido, los ojos cerrados, para no asistir a mi curación. Seis minutos quedé acunada y desmadejada en el agua helada. Después salí de la piscina totalmente curada. Me arrodillé temblorosa frente al Dios de hielo y quedé dormida, agradecida, redimida, —reducida a la más extraordinaria dicha. Prefiero el frío helado al calor interminable y zumbante de insectos donde no existe ningún mundo de hielo que se convierta en escultura prehistórica, en edificio recóndito, antiguo, en largos tramos de casas y de templos en ruinas, que uno ve por dentro y por fuera, como si las ruinas de adentro fueran las de afuera y a la inversa, para la eternidad desértica.
Todo lo escondido a la vista y todo lo visible escondido.
El hombre los animales las plantas todo lo que existe vive de secreto en secreto en un silencio helado y espeluznante y nadie lo roba a nadie, porque cuando roba uno, otro secreto nace para ocupar el lugar exacto del anterior, con mayor deslumbramiento y silencio y fiesta.

Miguel Ángel Maya (feat. Silvina Ocampo)

sábado, 18 de julio de 2020

# TEXTOS ENGORDADOS Y OTRAS ESPECIES I #



El conferenciante – Juan José Saer




El conferenciante entró jovial, aunque algo apesadumbrado. Era en uno de los salones de la Real Academia de Ciencias de Bruselas donde años antes había tenido lugar un horrendo crimen todavía no resuelto que, cada cierto tiempo, llenaba de suspicacias y sospechas las páginas de sucesos de los periódicos locales. Si mis recuerdos no me engañan, iba a tratar el problema de los métodos de verificación de una suma, aunque sabía que el rocoso telón de fondo de toda su disquisición no iba a ser otro que los pormenorizados detalles no resueltos del crimen. El conferenciante descartaba a priori la verificación estadística (por x número de personas) y la convicción subjetiva y de buena fe sobre el resultado —de la verificación de una suma— pero le eran por completo extrañas las hipótesis y las contradictorias teorías criminalísticas acerca del crimen. Sin embargo, tal vez se trataba más bien de lo contrario: obviar el crimen y las innecesarias arenas movedizas con las que este habría impregnado su ponencia, y centrarse en el problema matemático. Se sentó, desplegó sobre la mesa las hojas de una carpeta y, antes de comenzar a desarrollar su tema, contempló durante unos segundos la jarra transparente, sonrió como para sí mismo, y dijo: «Yo acostumbro a dormir la siesta antes de dictar una conferencia, para tranquilizarme, porque la obligación de hablar en público me pone siempre muy nervioso, más aún, si he de hablar precisamente en este salón y no en cualquier otro de la Real Academia de Ciencias de Bruselas. Así que hace una hora me encontraba yo durmiendo la siesta y tuve un sueño. Tres personas diferentes, enmascaradas, fotografiaban rinocerontes. Eran tres imágenes sucesivas, pero el método que empleaban para sacar la fotografía era el mismo: se internaban en el río hasta la cintura, sentían bajo sus pies los movimientos sinuosos de la vegetación al compás de la corriente, tal vez algún anfibio asustado ante la pisada, y fotografiaban de esa manera al rinoceronte, que se encontraba a unos metros de distancia, en el agua. Se trataba de rinocerontes, no de hipopótamos u otros monstruos. El último de los fotógrafos era un poeta amigo mío (al que no conozco personalmente, solo a través de una dolorosa y secreta correspondencia). Era mi amigo en el sueño. Este poeta, de fama universal, me explicaba en detalle el procedimiento que se emplea habitualmente para fotografiar rinocerontes, no hipopótamos u otros monstruos. Y, en nombre de nuestra vieja amistad, no exenta de altibajos y —como he señalado— dolor, me regalaba la fotografía que acababa de sacar».
El conferenciante hizo silencio y recogió de entre sus papeles un rectángulo coloreado. Después, antes de comenzar la disertación propiamente dicha, con el firme propósito de eludir de la mejor manera posible ese crimen pasado que lo impregnaba todo en aquella sala, concluyó su relato:
«Tal vez ustedes crean que este sueño que acabo de contarles es pura invención. Y bien, estimados oyentes, se equivocan. Aquí tengo la prueba», dijo, y alzó la mano mostrando al público la fotografía en colores de un rinoceronte en un río africano, todavía húmeda, a causa sin duda de la proximidad del agua o del reciente revelado.

Miguel Ángel Maya (feat. Juan José Saer)