15 de diciembre de 2013
Pedro
Larrañaga: ¡Buenas tardes! aquí estamos, en el último episodio de estos
encuentros, momento en el que, inevitablemente, hay que hablar de finales.
¿Cuál es el final ideal o perfecto para un libro?
MAM: Yo creo que
los finales, tanto en los libros como en la vida, vienen determinados por el
transcurso de la historia, por cómo esta se ha desarrollado. En mi caso
personal, como habrás adivinado, suelen ser finales abiertos que se podría
decir convocan al lector a una próxima cita, a un próximo encuentro. Ahora que,
para responderte, me pongo a intentar recordar finales memorables de libros,
sólo se me ocurren de películas.
P.L.:
Vaya, ¿quiere eso decir que en la literatura aun estamos a la espera de ese
gran final, ese que pueda ser citado en cualquier conversación sobre el tema?
MAM: Es curioso.
Nunca me había parado a pensarlo, pero de la literatura recuerdo muchos más
principios o títulos que finales memorables, todo lo contrario que en el cine,
donde se me vienen con mucha facilidad escenas con una mujer que jura que nunca
volverá a pasar hambre, con una chica confundida que se va en un avión a Lisboa
con un gran héroe de la Resistencia mientras deja en la nebulosa Casablanca al
dueño de un garito del que se enamoró en París, o con los fundidos a negro de
Monsieur Chaplin de espaldas. Los mejores diálogos que recuerdo en un libro son
los de Manuel Puig. De una película
me quedo con la segunda escena del peep-show de París, Texas. Yo quiero dialogar así, pero casi
nunca he leído diálogos en un libro que estén a la altura de muchos de los que
he visto en el cine. En los últimos tiempos sólo me recuerdo con un nudo en el
estómago llorando con muchos finales de películas, en cambio sólo he llorado de
esa manera (hablo de los últimos años) con el final de Los ingrávidos, de Valeria Luiselli.
P.L.:
Parece que aun no hemos sido capaces de echar por tierra ese odioso (opinión
personal) «una imagen vale más que mil palabras». ¿Seremos capaces algún día?
MAM: Yo es que
personalmente no siento la necesidad de echar por tierra una sentencia que en
buena parte comparto. Georges Méliès
y Segundo de Chomon, los silencios
cinematográficos, las elipsis, las miradas cómplices de dos cómplices que se
aman o se odian, el rostro tragicómico de Totò,
el instinto animal, sorprenderte dándote la vuelta al paso de alguien precioso
y seguirlo hasta perderlo de vista, todo ello se encarga de confirmar que, en
efecto, «una imagen vale más que mil palabras». Otra cosa es que, aunque valga
más que mil palabras, valga para algo más que esas mil palabras. Por supuesto,
todo ello depende de cuáles son las palabras y cuál es la imagen, pero sin duda
hay imágenes que explican el siglo XX mucho más que sesudos tratados con miles
y miles de palabras. Es más, en el futuro, hablo de muchos cientos de años, no
se entenderán las palabras que entendemos ahora, y me temo que se seguirá
sintiendo un escalofrío viendo a esa niña corriendo desnuda y quemada huyendo
de los bombardeos de Napalm en Vietman.
P.L.:
Cierto... aunque Vietnam nunca será el mismo Vietnam sin esa frase «me encanta
el olor a Napalm por la mañana»
MAM: Desde
luego, pero aun así, esa frase tiene más de imagen que de palabras: la frase
apela directamente a la inmediatez de la imagen que describe, de ahí su fuerza.
Esa es al menos mi opinión.
P.L.:
Y esa opinión (la tuya) es la que nos interesa. Unas opiniones, las de Miguel
Ángel Maya, que nos han dejado, a lo largo de estos siete días, un buen número
de ideas e imágenes de esas que dejan poso. De todo lo hablado, y lo que ha
quedado sin hablar, te pediría una frase, una idea o una imagen, que definiera
la escritura, el proceso de escribir.
MAM: Buf. Yo
creo que reducir el complejo o complicado proceso de escribir a una sola idea o
frase es casi una temeridad. Philip Roth
dice que le interesan los «hombres capaces de hablar de béisbol y boxeo al
mismo tiempo que hablan de libros, y que hablan de libros como si en un libro
hubiera algo en juego, que no lo abren para reverenciarlo ni exaltarlo ni
retirarse del mundo que los rodeaba. No, abren el libro para boxear con él». Yo
concibo la escritura un poco así, como un combate de boxeo contra los límites
de casi todo, incluido yo, el libro, los personajes, las palabras, la trama. Un
combate que nos debería llevar a lugares donde nunca habíamos estado antes ni a
los que jamás imaginábamos que llegaríamos.
P.L.:
Y en esos lugares a los que nunca habíamos llegado o imaginado que llegaríamos,
¿qué canción estaría sonando? (La que podríamos llamar la canción de lo
imposible hecho posbile)
MAM: Pues podría
sonar la maravillosa Watermelon in easter hay de Mister Frank Zappa, uno de esos temas que
siempre me llevaron sonoramente al límite de uno de esos músicos que en mi vida
han sido absolutamente imprescindibles.
P.L.:
Y así, con los primeros acordes de Frank Zappa sonando ya en el reproductor,
llega el momento de la despedida. El momento de despedirnos de Miguel Ángel Maya,
el momento de darle las gracias por estos y siete días y decirle que, a buen
seguro, lo seguiremos buscando por Saint Simons y por cada circo, confiados en
que mantendrá esa apuesta por ser un escritor del Siglo XXI.
MAM: Muchas
gracias por tus deseos. Haré todo lo posible por estar a la altura. Y gracias
también por estos siete días.
The End
Esto y más, en el Número 26 de Granite & Rainbow.
Miguel Ángel Maya
28 de enero de 2014
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