(Viene de aquí)
...Y bien, aquí, para quien guste, la tercera entrega del juego (que muy pronto aparecerá en Granite & Rainbow, de la mano de Pedro Larrañaga)...
Miércoles, 11 de diciembre de 2013
Pedro Larrañaga: Esta
noche he soñado con esa pelirroja con su abrigo negro (un sueño muy literario,
eso sí). En el sueño, levantaba la cabeza de su libro de Xavier Velasco y se
acercaba a mí para preguntarme por esos libros capaces de ensimismar a Miguel Ángel
Maya, capaces de hacer que la realidad no importe, por mucho que en ella haya
una pelirroja con un abrigo negro deseando conocer el título de ese/esos
libro/s. Como en el sueño no estabas tú, te traslado su pregunta.
Miguel Ángel Maya: Curiosamente no han sido muchos, pero
han sido cruciales… De pequeño conseguía ensimismarme más y me bebía los libros
de Barco de Vapor. Con trece años leí La insoportable levedad del ser y recuerdo que estuve años obsesionado con ese libro, también me atraparon
los cuentos de Cortázar, las
memorias de Anaïs Nin, Así
habló Zaratustra, o El lobo estepario (que me leí en
Matalascañas, lo cual supuso un importante contraste entre mi entorno y el
libro). Me atrapó en su momento el Lazarillo
de Tormes y El Quijote, libros
que llegué a usar como bálsamo para la risa, y gracias a los cuales me di
cuenta de que la literatura y el hedonismo no tenían por qué estar reñidos.
Poco a poco, a medida que vivía y leía, he ido perdiendo esa inocencia o
capacidad de entusiasmo por los libros, lo cual me jode. Mi largo viaje por
Latinoamérica también me supuso un descubrimiento literario, especialmente en
Ciudad de México, Bogotá y Buenos Aires: allí leí a autores como Andrés Caicedo, El Traductor, de Salvador Benesdra; Basura, de Abad Fanciolince; Los siete locos, de Roberto Arlt, y Rayuela, de Cortázar, que empecé a leerme en la hamaca de un barco por el
Amazonas y me terminé de leer en el barco que me llevaba de Colonia hasta
Buenos Aires, acompañando el regreso de Horacio
a Buenos Aires a medida que yo la descubría. Se trató de una experiencia muy
psicodélica. En Nápoles, después de terminar mi tesis y tras haberme pasado dos
años leyendo sólo ensayos, me dediqué durante año y medio a leer
compulsivamente ficción: me atraparon Varamo, de César Aira y,
después de mucho tiempo sin emocionarme con una novela con la inocencia de
cuando no había leído nada, leer Los detectives salvajes me devolvió
una suerte de fe: me acostaba leyéndolo, me levantaba deseando ponerme a
leerlo; lo leía en el baño, en el trabajo, en los bares. Después de eso he
leído buenos libros, pero los últimos que me han dejado sin aliento han sido Llámame
Brooklyn, de Eduardo Lago, y Los ingrávidos, de Valeria Luiselli. De todos los libros que he nombrado, igual hay
muchos que literariamente no tienen mucho peso, pero me marcaron por diferentes
causas y circunstancias, me marcaron personalmente, o al menos consiguieron que
no me importara nada más que lo que pasaba en sus páginas.
P.L.: ¿Qué
ha de tener un libro (o una obra, sea cual sea el formato) para dejar sin
aliento a un lector? Mejor aun, ¿qué pone Miguel Ángel Maya en un libro (o en
una obra) para dejar sin aliento a un lector?
MAM: Mi primer editor, Pote Huertas, me dijo una vez: «es
mejor que un lector termine tu libro y a continuación se cague en tu puta madre
y pida que le devuelvan el dinero a que lo deje por la mitad aburrido». A mí,
como lector, me gana para siempre un autor que diga las cosas de una manera
diferente; que aunque toque los mismos temas que llevan inquietando a la
humanidad desde que el mono se puso en pie, lo haga desde una perspectiva si no
nueva, al menos sí diferente; que cuente cosas que no tenga la sensación de
haber leído, que en las tramas pasen cosas que sólo pueda leer en esas páginas
dichas de esa manera. Eso, que es lo que busco como lector es lo mismo que
intento encontrar como escritor y es lo que más trabajo me da a la hora de
escribir. Si tengo que elegir, prefiero un libro irregular, imperfecto, con
errores, contradicciones, pero escrito de una manera diferente, usando un
lenguaje diferente y original, mil veces antes que uno con una estructura
redonda y medida, pulcro, perfecto, pero con una trama y una forma de contarla
que me deje frío. Eso mismo es lo que valoro de las personas o de las ciudades,
de modo que es algo que excede la cuestión estética para convertirse en una
cuestión íntima y personal. Una vez escuché a Fogwill decir que cualquier autor puede escribir una frase de mil
maneras y usando cualquier palabra, pero su habilidad como escritor no reside
en elegir las palabras adecuadas sino en hacerle creer al lector que las
palabras que él ha elegido para formar la frase son las únicas que podía usar
en esa frase. Conseguir eso como autor y no darte cuenta de ello como lector
sería lo aconsejable, pero es muy difícil. Por cierto, otro de esos libros que
me dejaron sin aliento y que me han devuelto la fe como escritor ha sido Los
pichiciegos, del señor Fogwill, que antes se me pasó.
P.L.: ¿Debemos
concluir entonces, que en ese eterno duelo entre «el qué» y «el cómo» (el
contenido y la forma) sale vencedor «el cómo»?
MAM: No. Yo creo que
habría que ir un paso más allá y cuestionarse ese duelo. Si nos fijamos bien,
estas diferencias platónicas que nos sirven como muletas para apuntalar
nuestros misterios inefables e indescifrables (hablo de la diferencia entre el
cuerpo y el alma, entre el continente y el contenido, entre el sentimiento y la
razón) son básicamente un simulacro, una mentira, un modo de mirar hacia otra
parte respecto a los temas que como humanos nos inquietan, nos mueven, nos
zarandean. Todos nuestros conflictos nacen precisamente del hecho de que
ninguno de esos conceptos está realmente separado del otro salvo de forma
retórica o metafórica, y eso nos sirve como coartada: «Es que mi razón me pide
que me quede con mi mujer y mis tres hijos y mi corazón me dice que me vaya con
la mujer de la que me he enamorado». Pues no, amigo platónico, tienes un
problema bien gordo y lo tienes todo tú, no compartimentos de ti. El conflicto
entre el «qué» y el «cómo» es tan falso como el de «razón» y «sentimiento». No
existen por separado. Son indivisibles, existen sólo metafóricamente,
retóricamente: cualquier cosa que se diga es lo que es por cómo se dice. A
menos que pudiésemos manejarnos sólo con ideas puras, no siendo así, estas
necesitan del lenguaje para existir, por ello cualquier idea cambia según cómo
se diga, y cambia esencialmente, alterando su significado, su intención, la
estructura misma de la idea que se quiere decir, del mismo modo que cambia lo
que se dice según el idioma en que se diga. Pensamos según los códigos de un
determinado lenguaje y escribimos del mismo modo. Cuando estoy escribiendo, el
«qué escribo» y el «cómo lo escribo» nacen simultáneamente y son dos cosas
inseparables en mi elección como autor. Sólo los impostores trabajan por
separado esos conceptos e intentan por todos los medios que esas metáforas
impregnen nuestra existencia cotidiana de modo que nos sea más fácil
soportarnos o esquivar nuestros conflictos como humanos.
P.L.: Falsos
conflictos, impostores, simulacros, mentiras, inquietudes… un cierre lleno de
adrenalina para este tercer día de conversación. No sé por qué, pero casi estoy
visualizando esa pelea en un bar del lejano oeste, con platónicos, sofistas,
farsantes y apasionados de la forma (entre los que debo confesar que me
encuentro) lanzando y esquivando golpes (todos golpes literarios). ¿Qué canción
le pondría la BSO a esa pequeña porción de una batalla que lleva siglos
librándose?
MAM: Pues había pensado en otra, pero
como las interpretaciones que Jacques
Brel hacía de sus canciones en vivo me dan la razón (dicho esto con una
sonrisa en la boca y tono de broma mientras pido un whisky en ese Saloon de
Western), elijo Ces gens là, de Monsieur Brel, a quien adoro.
...So, that's all, folks...
(Mañana jugamos otra vez)
Miguel Ángel Maya
22 de enero de 2014
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