domingo, 4 de septiembre de 2011

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...Los ojos y el calendario están rojos. Ningún corazón más rojo que tú, y me quedé a verlo, totalmente solo, ardiendo, volando. En el calendario está París, y París son muchas músicas y muchas páginas y muchas botas rotas...

...Fumo, y mi voz se resiente. Yo no fumo, pero ahora fumo, toco el piano y recuerdo. Rumio. Compuse Black coffee & diamond dress después de ver Los fabulosos Baker Boys con catorce años. Sigue siendo lo mejor que he compuesto. Lo compuse una mañana de domingo. Creo que cuando vi Los fabulosos Baker Boys entendí un poco lo que yo sentía por casi todo. Abría los conciertos con esa pieza mientras la gente se iba acomodando. La música se entrelazaba con las conversaciones y el tintineo de copas. Era una pieza ambiental a la que nadie hacía caso. Ahora la toco, sin darme cuenta. Miro a la pared, la toco y pienso cosas, vuelo un poco, rumio. Pienso que recordar es como rumiar. Uno se sienta al piano y rumia. En la novela que escribo ahora hay una mujer que se sienta al piano y recuerda: recuerda por el movimiento de sus manos sobre las teclas en el comienzo de La Catedral sumergida. El tacto y la música llegan casi siempre más lejos que el recuerdo, los olores, el recuerdo fabulado, lógico, oral, narrativo, tiene sus asideros y sus trampas para mantenernos a salvo: la música, no. Una música a destiempo nos destroza si el recuerdo nos duele, no siempre lo hace un relato de ese mismo infierno...

...Me siento al piano y pienso en las historias que tengo pendientes, por huir despavorido de las mías, hablo con departamentos de prensa del Betis, con la productora del documental Más allá de la alambrada, para conseguir dar con Sigfreid Meir. Busco las librerías de París donde supuestamente tienen Fils du Brouillard. Pienso en cómo será escribir tus propios recuerdos a cuatro manos, y escribirlos a cuatro manos con Georges Moustaky. En el coche suena a menudo la voz de Moustaky. Me lo imagino escribiendo a cuatro manos y bebiendo whisky junto a Meir. Recuerdo la primera vez que toqué el piano a cuatro manos: era como lanzarse al vacío y depender de la confianza en alguien. Recuerdo el escenario, el Steinway & Sons, M. a mi izquierda, el olor de M. a la izquierda, la presencia corporal de M. a la izquierda. Así, sentada al piano, podría incluso haberme enamorado de M...






...Nunca me enamoré de M. porque también ella se volvía vulgar al bajarse del escenario, porque confiábamos el uno en el otro sólo a cuatro manos, alrededor del cordón umbilical del Steinway & Sons, pero éramos vulgares cuando nos decíamos adiós, cuando arrastrábamos la banqueta, cuando su espalda no se contoneaba, cuando su mano izquierda no pulsaba los bajos y su mano izquierda tenía anillos y no sabía qué hacer con ella en el espacio normal. Éramos tristes cuando llovía y salíamos del conservatorio y era invierno. Miraba la ciudad a través de la ventana del autobús. Ahora siento que aquella soledad de entonces se parece mucho a esto de ahora. Podría verbalizarlo, fabularlo, siempre habrá una narración que se acomode a la memoria: ambas se domestican mutuamente. No sé por qué te estoy diciendo ahora esto. No sé por qué esta rabia ahora, por qué esta raspa de animal mitológico en los residuos orgánicos, no sé por qué el piano, por qué el espejo, por qué la noche, precisamente ahora que París me espera y estoy completamente desarmado...


Miguel Ángel Maya
Sevilla, 4 septiembre, 2011

P.D. Hablando de...
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