- ¿Cómo me encontrás?
- Distinta, naturalmente.
- Vos, no. Vos siempre igual. Sólo que siempre un poco más viejo. ¿Y tu abnegada mujer?
- No tengo mujer. Mara, si te referís a ella, no es mi mujer.
- Ah, y qué es. Esclava Amante. ¿La mujer de otro? Concubina. Novia. ¡Prometida! A que sí. Es increíble la cursilería que tuviste siempre, para no hablar del mal gusto.
- Bueno, eso no te hace mucho favor a vos. Y qué tal si me dejás entrar. O en Europa se usa llamar a la gente por teléfono e insultarla en los pasillos. Estuviste en Europa, ¿no?
Ella se hizo a un lado y dejó libre la puerta con una reverencia.
- En Grecia -dijo-. Visitando las ruinas.
Entré.
El departamento tenía algo de provisional. Vi muy pocos libros, una mesita con mayólicas, un biombo. Vi almohadones de colores. Todo sumamente moderno y transitorio. Podía pertenecer a unas cincuenta mil mujeres solteras entre los dieciocho y los treinta años. Vi una gran fotografía de Picasso, en shorts, con una paloma en la cabeza. Vi a Los Beatles: en fila india cruzaban una calle. Paul McCartney descalzo y con el paso cambiado, detalle, sin duda, terriblemente simbólico. Y me di vuelta y vi, a unos centímetros de mi cara, la nariz de Cecilia.
- Esperá, hagamos un pacto -dije-. Hablemos un rato como gente normal. Si vos prometés no hacerte la inteligente, yo te prometo no hacerme el cínico.
Porque la nariz de Cecilia, aparte de ser un diminuto milagro de la naturaleza, era una especie de delicadísimo instrumento vibrátil destinado a registrar, con un segundo de anticipación, cierto tipo de tempestades que unos años atrás habían estado a punto de acabar conmigo.
Abelardo Castillo, El que tiene sed
Editorial Carpe Noctem
Miguel Ángel Maya
6 de octubre de 2013
P.D. La foto está tomada de aquí.
*
2 comentarios:
Eres un caminante, maravilloso y lo que escribes tambien saludos desde Puerto Rico
...Ay...
...Gracias...
Publicar un comentario