«El
sol en los montes allá lejos.
El
hombre miró hacia adelante y hacia atrás.
La
mujer caminaba con la cabeza baja.
El
ruido de un tren por el suburbio. El silencio por el suburbio.
Las
casuchas blancas, oscuras, aplastadas.
El
hombre dejó de caminar, y encendió un cigarro. Ahí, detenido sobre la hierba
seca.
Era
junio. Iba a llover. Y la hierba parecía brumosa, y esos perros que miraban
también.
Cerca
había huesos roídos.
El
esqueleto de un gato.
La
calavera de un gato en la basura.
Un
jilguero en un árbol.
Las
casuchas de colores en otra parte eran puntos tristes, verticalidades borrosas.
El
hombre se sentó sobre la hierba; se levantó, sacudiéndose.
El sol
tenue, nublado.
Junto
a sus pies, entre las matas, un martillo sin mango.
No
lejos de él, los perros en la basura.
El
hombre hizo un ademán de fastidio, de soledad.
–Qué
–dijo la mujer.
El
hombre miró una gallina, un perro blanco, flaco de hambre.
Las
plantas de maíz en verdes paralelos.
Una
muñeca con los trapos de fuera sobre el polvo.
La
mujer lo tomó del brazo.
El
hombre la miró.
La
mujer respondió a sus ojos con un breve, mudo sí.
El
aire era un olor desatado, la luz un gris abriéndose a lo oscuro.
El sol
entre los montes se hundía cada vez más rápido.
El
hombre estaba pálido, impaciente.
La
mujer tomó una piedra; la apretó; la soltó.
Un
perro los miraba.
–Podríamos
seguir, si tú deseas –dijo la mujer.
–Pronto
lloverá –dijo el hombre.
Fumaba.
–Qué
–dijo la mujer.
El
hombre se acercó a un perro, pero el perro huyó. Ladró a unos metros de él, y sobre
un montón de piedras se quedó parado, mirándolos.
El
hombre le arrojó una piedra.
El
perro no se movió.
–Es
curioso –dijo el hombre–, de niño estaba tan pasmado que…
–Ya me
lo has dicho –dijo la mujer.
El
hombre fumaba.
–Lloverá
–dijo después.
Un
muchacho en bicicleta pasó cerca de ahí, hacia la ciudad.
Mejor nos vamos, pensó
la mujer.
–Mejor
nos vamos –dijo el hombre.
Las
nubes a punto de llover. El hombre inmóvil. El aire caliente.
–Lloverá,
¿dijiste? –dijo la mujer.
Dos,
tres perros merodeaban.
Podría
tocarme, pensó la mujer, podría hacerlo.
Y miró
al hombre.
–Vámonos
–le dijo.
–Esos
perros me molestan ahí –dijo el hombre. Y tomó otra piedra y se las arrojó.
–Ven
conmigo –dijo la mujer.
El
silencio, la ausencia del sol sobre los montes. Humedad.
La
lluvia.
–Pero
–dijo el hombre.
–Te
amo –dijo la mujer con voz casi hueca.
–No
–dijo el hombre–. Esta tarde no.
Uno,
dos, tres graznidos pasaron volando hacia el caserío, hacia el humo.
–Ahí
vivimos –dijo la mujer.
Y
señaló con el dedo, como apuntando a un fantasma entre fantasmas iguales.
–No me
importa –dijo el hombre.
La
mujer lo miró junto a ella, inerme; y le dijo palabra que le gustaban al hombre
para que sonriera, y el hombre sonrió.
Rápidas,
escurridizas, afiladas gotas haciendo surcos en el polvo los rodearon, sonaron
sobre las matas.
Los
perros desaparecieron.
–¡Parraplum!
–dijo el hombre–. Y eso y algo se desinflan.
–Vámonos
–dijo la mujer.
–¿Hago
lo que debo? –preguntó el hombre.
–Ya me
lo has preguntado –dijo la mujer.
–Además,
podríamos irnos –añadió.
–Camina
–dijo.
Las
plantas de maíz, la muñeca rota, el árbol y el jilguero habían desaparecido.
–Camino
–dijo el hombre sin moverse.
El
humo sobre el caserío, y el caserío mismo habían sido borrados por la lluvia.
–Vámonos
–repitió la mujer.
–Camino
–dijo el hombre.
–No
más palabras. Vámonos.
El
hombre sonrió.
Idiotizado,
pensó la mujer.
La luz
fue envuelta, llevada por la lluvia.
Las
manos, los cabellos, la frente, la boca, eso que no está, empapados.
–La
lluvia –dijo el hombre.
–Camina
–dijo la mujer.
–Voy
andando –dijo el hombre–- Ahora voy».
Homero
Aridjis, Sobre una ausencia
Miguel Ángel Maya
23 de agosto de 2014
P.D. La foto es de Weegee. No recuerdo dónde la encontré.
* * *
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