Tus libros se mueven siempre en un territorio geográfico muy propio, que recuerda al sur de los Estados Unidos, un territorio de frontera entre razas y pueblos. ¿Cómo surge la idea de Saint Simons y sus alrededores?
Me interesan mucho las fronteras, los límites y los márgenes en sentido amplio: en qué momento dejamos de llamar persona a un criminal o a una persona llena de defectos físicos y empezamos a llamarlo monstruo, por ejemplo. Dependiendo de dónde situemos el límite vamos a tener una descripción de la realidad u otra. Me fascinan esos mapas medievales en los que había un monstruo dibujado justo donde empezaba la tierra ignota, y esas realidades fronterizas me interesan en general porque es ahí donde se puede abordar una historia desde la ambigüedad, ahondando en lo oscuro, lo contradictorio, lo secreto. he cruzado muchas fronteras por tierra, y en todas ellas, sin excepción, me ha sucedido algo rocambolesco y he conocido a gente particular (gente con la que jamás me tomaría un café en una realidad «normal») con la que me he visto obligado a tratar solo por las circunstancias que impone la propia frontera. Me fascina como escenario ese punto de cierta suspensión moral, de peligro, de cinismo o de corrupción solapada que hay en las fronteras, el hecho de ser un territorio de paso desde el que mucha gente puede empezar de cero o incluso cambiar de identidad, me interesa como escenario. Saint Simons, que sí es un lugar desértico y que podría formar parte de esa frontera entre Estados Unidos y México, a mí me recuerda, en un sentido más profundo, a esa «anarquía del poder» que Pasolini desgrana en Salò e le 120 giornate di Sodoma. Es una topografía brutal y extrema, poblada por seres que tienen algo de animalescos y que son, en su inmensa mayoría, cómplices de esa brutalidad, al menos aparentemente. Una actitud colectiva muy humana, por otra parte.
Ese espacio geográfico, ¿ha cambiado mucho desde tu primera novela?
Saint Simons apareció por primera vez en Últimas 2 horas y 58 minutos, mi primera novela, y tiene que ver con el propósito principal que me planteé al escribirla: qué cabe dentro de un libro (de nuevo, los límites), hasta dónde me perdonará el lector o lectora que estire el delirio, qué no podré meter ahí dentro. En un momento determinado, el personaje pasa por Saint Simons, que apenas está apuntalado entonces, pero yo me quedé con ganas de volver y detenerme un poco más. Después, sin ser muy consciente de ello, empecé a escribir ciertas historias que en un principio escribía a tientas y que iba situando en un lugar que todavía no se llamaba Saint Simons, hasta que en una de ellas lo nombré. Después, revisando documentos, me di cuenta de que esas historias tenían un telón de fondo muy definido, repetía historias que creía no haber escrito, pero desde otras perspectivas o con variaciones. Me sorprendió que, en aquellas historias, relatos irregulares, muy dispares entre sí, pero con muchas conexiones casi subterráneas, estuviera tan definido el escenario donde acontecían. Por eso las recopilé en El hombre que decía haber salvado a Rebeca B., aunque no sea un libro del que me sienta particularmente satisfecho creo que el escenario está muy bien definido. El Saint Simons de Paranoica fierita es más extremo, despiadado y brutal, y por eso creo que ya no puede dar más de sí. En la última parte, el anciano dice cómo es Saint Simons ahora, veinticinco años después, y por su descripción queda claro que ahora es una ciudad turística, supongo que gentrificada, con RB&Bs y cadenas de comida rápida, donde lo que pasó (la historia que se cuenta) apenas es un lejano recuerdo. Creo que ha llegado el momento de irse para siempre de Saint Simons. Lo necesito. De hecho, hace ya tiempo que estoy, literariamente, en otros lugares. Eso sí, creo que se merecía este punto final.
En Paranoica fierita nos encontramos, por un lado, con el asombro herido de una niña cuyo mundo es corrompido y manejado por fuerzas que ella desconoce, que solo padece. Y un anciano que, por el contrario, sabe mucho pero teme hablar. ¿Cómo has manejado literariamente ese contraste de voces?
Esta es una pregunta complicada. Yo, por mi profesión (la considero una, aunque en sentido estricto sean dos), tengo una relación muy técnica con el lenguaje: me dedico a la enseñanza de Español como Lengua Extranjera y además trabajo como lingüista para una empresa (mi materia prima son las traducciones técnicas, el lenguaje de programación, la inteligencia artificial, etc.). El trabajo de las voces es para mí un trabajo técnico. El problema que tenía con esta novela es que el telón de fondo sobre el que transcurre es la locura: a la niña, los mismos que la hieren, son quienes la ingresan en el psiquiátrico. La voz de la niña (en realidad es la niña 25 años y una estancia en el psiquiátrico después) es, sin embargo, mucho más equilibrada que la voz del anciano, en la que es evidente que hay algo raro, atropellado, oscuro. De hecho, la parte de la historia de él es mucho más inverosímil y delirante que la de ella. Cuando la concebía tenía muy presente El gran vidrio, de Mario Bellatin, que es una historia que parece transcurrir detrás de las palabras, entorpecida por las palabras que la cuentan o como si las palabras más que iluminar la historia crearan sobre ella una interferencia molesta. Y algo parecido era lo que quería conseguir con las dos voces: que, a través del relato herido pero a la vez muy inconsciente de ella y del relato tergiversador y tramposo de él, se pudiera entrever la historia a la que ambos se refieren.
La novela tiene un ritmo alto, de tensión sostenida. Con pocas paradas y muy medidas como, por ejemplo, la escena en que el anciano le enseña a ella a tocar el piano en el desierto. ¿Fue difícil dar con el tono y la velocidad adecuadas para la obra? ¿Has trabajado mucho en ella?
Sí, esos momentos en los que el ritmo se hace más lento están relacionados con la música y es cuando el tiempo interno de la narración se traslada al de la partitura: la primera es con La cathédral engloutie, de Debussy, la segunda es con el Gnossienne nº1, de Satie y la tercera con el divertimento Promenade, de Prokoffiev, que es la primera pieza que la niña aprende a tocar en el piano. El tono lo tuve muy claro desde el primer momento. La estructura, y, en consecuencia, el ritmo, sí tuvo bastante trabajo, pero en esencia estaba ahí desde el principio. Soy músico y la concebí de forma similar al de una pieza musical. La novela nació de un cuento largo que no me satisfacía porque sentía que le faltaba desarrollo, que necesitaba más espacio, más densidad. Cuando la di por terminada tenía el doble de páginas que ahora, pero tampoco me satisfacía, precisamente porque lo esencial (lo que era el cuento) quedaba demasiado diluido. El caso es que intentaba corregirla, pero no daba con la tecla: me daba cuenta de que por más que la retocaba y cambiaba cosas no terminaba solucionando el problema de base. En esas estaba cuando a mi perro le detectaron un tumor muy agresivo e incurable y mi vida y la de mi pareja estuvieron girando durante unos meses en torno a él: se redujo a lo esencial, al ritmo que marcaba su tratamiento médico, a organizarnos funcionalmente para estar con él. Todo lo demás pasó a un segundo plano. A veces, por poner un ejemplo, no nos acordábamos de hacer de comer, por ejemplo. Y, por supuesto, también me olvidé de la novela. Bien, un mes y pico después de su muerte, volví a abrirla y, para mi sorpresa, me fue extremadamente fácil detectar el esqueleto y el ritmo de la historia, y no sentí ningún remordimiento en deshacerme de párrafos y páginas enteras. Fue una corrección muy severa y con mucha rabia y tristeza, pero al mismo tiempo muy lúcida. Fue una inspiración extraña, no para escribir sino para desescribir y borrar.
Un aspecto que me parece importante en esta novela es el del cine. También lo destaca Sara Mesa en la recomendación suya que acompaña la novela. No porque sea una novela de esas que, por trama, sean fáciles de llevar a la pantalla. Sino porque recoge o eso me parece muchas influencias cinematográficas: Tarantino, algo de Tim Burton. ¿Qué papel juega el cine en tu obra?
Sí, esto es algo que me han dicho mucho y yo solo soy consciente de ello porque me lo dicen. El caso es que yo, que también escribo historias con formato de guion (he dirigido dos cortos y estoy trabajando en un guion de largometraje), concibo la escritura cinematográfica y la narrativa de formas casi antagónicas, pero probablemente esté ahí de forma inconsciente. Fernando Marías, que era un cinéfilo empedernido, me dijo que lo que más le gustó con diferencia de Últimas 2 horas y 58 minutos era que al leerla le parecía estar viendo una película de los hermanos Coen. Sara Mesa ha encontrado las huellas de Tarantino y de Lynch, y, aunque yo ni siquiera lo había pensado, sí que reconozco algo de ellos en la novela, como también lo hay de Paris-Texas, de Wim Wenders; de Bagdad Café, de Percy Adlon, o de Leaving Las Vegas, de Mike Figgis. Tampoco habría pensado en Tim Burton, pero sí, me siento próximo a su estética. El cine es para mí una primera necesidad, como lo es la música, la literatura, el agua o respirar, así que pienso que es lógico que impregne también mi literatura, como impregna mi vida.
Otra clave de la obra es el riesgo formal, comienza casi como una novela gráfica, hay un cambio de voces, tenemos partituras, un final sorprendente y un poco abrupto que vuelve a dar importancia a lo gráfico… ¿Es importante para ti como escritor ese riesgo formal? ¿O son exigencias del tipo de historias que te interesan?
No sé si la calificaría de formalmente arriesgada. En cualquier caso, tengo un combate muy particular contra esas divisiones platónicas que por una parte nos hacen la vida más fácil pero por otra nos proporcionan coartadas infames. Hablo de la división forma versus contenido, cuerpo versus alma, razón versus corazón, etc. Son metáforas que han hecho que asumamos que la realidad es así. Y no lo es, porque son escisiones metafóricas. Yo no creo que una historia pueda existir en sí misma independientemente de cómo se cuente. El juego oulipiano de Queneau (contar, como un ejercicio de estilo, la misma escena de un autobús 99 veces) termina dando como resultado no una misma historia contada de 99 formas diferentes sino 99 historias diferentes. Una historia no está en un plano diferente al de su narración, sino que son un todo indivisible y la forma de contarla construye la historia y viceversa. La historia está concebida así y ese comienzo como de novela gráfica, las partituras o el final abrupto «son» la historia. Para mí escribir es libertad y es juego, y de ahí parte todo lo demás. Me gusta ampliar al máximo las formas de narrar y me encanta tener la libertad de poder servirme de cualquier herramienta (incluso de otras disciplinas) que me permita contar lo que necesito. Desde hace mucho tiempo estoy trabajando en un proyecto literario que, aunque el epicentro sea una novela, estará narrado en parte a través de pintura, música y cine, de una forma literal.
A nivel de contenido hay cierto gusto por la sordidez, por los antros, los espacios oscuros, ese circo abandonado y de fieras muertas… ¿De dónde nace ese interés y qué persigues con él? ¿Hay una voluntad de señalar que solo la comodidad y paz de las ciudades es mera apariencia o es otra cosa?
La sordidez, los espacios oscuros o lo abandonado en general permiten poner radicalmente el foco en nuestros propios desajustes como humanos. Desde pequeño me han atraído mucho, en las ciudades y en las personas, todo eso que no se ve, lo subterráneo, lo secreto, los silencios, lo que nadie cuenta, lo que nadie sabe, a lo que nadie hace referencia… pero que está ahí. Tengo un archivo criminológico en el que recopilo información sobre crímenes que me llaman la atención. Bien, en un noventa por ciento de estos, el criminal es una persona con una doble vida: la que todo el mundo conoce o cree conocer, y la que solo terminan conociendo sus víctimas. Tengo cientos de historias criminales protagonizadas por personas aparentemente encantadoras y normales. Durante mucho tiempo, porque estaba investigando ese tema, estuve suscrito a El blog del narco, que es una página a la que los diferentes cárteles mandan los vídeos de los interrogatorios a los intermediarios de otros cárteles. Allí he visto cosas que no pensaba que pudieran hacer los humanos (abrir en canal a un hombre vivo y arrancarle el corazón, por ejemplo). En una ocasión, Paco Robles, el editor de Candaya, me dijo que algo similar le había sucedido a Mónica Ojeda cuando estaba investigando la Deep Web creo que para escribir Mandíbula. A mí El blog del narco me permitió entender la lógica y la impunidad de los feminicidios en México, por ejemplo, o entender radicalmente la última entrevista que le concedió Pier Paolo Pasolini a Furio Colombo, apenas unas horas antes de ser asesinado. En ella decía (esta es mi traducción): «yo bajo al infierno y sé cosas que no interfieren la paz de los demás. Pero estad atentos. El infierno está subiendo hacia vosotros. Es verdad que viene con máscaras y con banderas diferentes. Es verdad que sueña su uniforme y su justificación (alguna vez). Pero es verdad que sus ganas, su necesidad de dar un golpe con una barra de hierro, de agredir, de matar, es fuerte y es general. No será por mucho tiempo la experiencia privada y arriesgada de quien ha, cómo decirlo, tocado “la vida violenta”.» Yo tengo muy presente estas palabras, sobre todo porque las dijo horas antes de que cinco personas le tendieran una trampa y lo masacraran dándole golpes con barras de hierro y pasándole un coche por encima. Creo, como Pasolini, que el infierno lo tenemos aquí, pero casi nunca lo vemos. No hablemos ya de mirarlo a los ojos.
Como escritor, ¿en qué lugar te ubicas ahora mismo? ¿Te sientes identificado con tendencias y obras de la narrativa actual o estás un poco al margen?
Yo creo que, aun estando al margen, es importante mantener un diálogo con todo lo que se está haciendo y lo que se ha hecho. La literatura es un diálogo y yo la concibo como una red o como un espectro de constelaciones. La lectura y la escritura no puede no ser un diálogo constante con otras lecturas y otras escrituras. No suelo identificarme con tendencias, las sigo con mayor o menor interés, o con mayor o menor simpatía, pero cuando pienso en la palabra tendencia me imagino una corriente de estorninos que varían el sentido del vuelo a la misma vez. En cualquier caso, sí, estoy al tanto de casi todo y tengo curiosidad por casi todo. En cualquier caso, a mí lo que siempre me han interesado han sido las raras avis, no solo en la literatura, sino en la música, en cualquier arte, en la vida. Me gustan las voces únicas, la gente que habla de forma diferente, que cuenta las cosas de forma diferente, que se fija en detalles en los que la mayoría no se fija. Me encanta abrir un libro y no tener la sensación de que ya me suena a leído. Me gustan los libros irregulares que tienen una punzada, que me dejan malherido o tiritando o feliz o angustiado, las historias imperfectas, aunque les sobren páginas o tengan incoherencias o no estén del todo bien escritas. Me interesan mucho los proyectos o los discursos literarios que buscan dar una vuelta de tuerca, que miran más allá, que buscan «otra cosa», que se salen de lo trillado, de lo esperable. Oí a César Aira decir una vez que lo ideal sería que todo el mundo escribiera algo bueno, pero que, al estar eso al alcance de muy pocos, defiende que, si no es bueno, que al menos sea nuevo. Y yo estoy totalmente de acuerdo con esa premisa. En la literatura y en la vida.
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