«SUMERGIRSE EN UNA ALUCINACIÓN»
por Santi Fernández Patón
La acaso injustamente poco conocida Carpenoctem publica la última y arriesgada novela de Miguel Ángel Maya, con la que demuestra que es dueño de un mundo propio y capaz de crear un lenguaje tan alucinado como la psique de sus personajes. Santi Fdez. Patón, uno de nuestros colaboradores habituales, se ha acercado a ella para servir como acicate de su lectura para nuestros asiduos parroquianos.
Pocas partituras del siglo XX resultan tan reconocibles como el Preludio para piano La catedral sumergida, esa pieza onírica, acuática, sí, con la que Debussy puso acordes a un viejo mito bretón. ¿Pero qué ocurre si trasladamos el eco de esa ensoñación al desierto, probablemente en el límite entre Estados Unidos y México? ¿Qué ocurre si ese mito, esa particular adaptación francesa del de la Atlántida, es ahora la melodía que se infiltra entre los jirones de carpas de circo castigadas por el sol despiadado del desierto, entre los costillares de las fieras muertas de inanición en sus jaulas, entre esqueletos de carromatos centelleantes en el vacío cruel de ese Saint Simons, un escenario que ya apareció en la primera novela Miguel Ángel Maya? Ocurre que la ensoñación se transforma en alucinación, y a partir de ahí todo es posible, sobre todo si una niña lacerada por la crueldad más intolerable aún expurga su calvario, veinticinco años después, en esas ruinas ardientes.
Paranoica fierita es una larga novela de tan solo cien páginas porque su fiebre impide que la podamos leer, como ingenuamente llegué a creer, de una sola tacada. La prosa arrebatada de Miguel Ángel Maya nos agarra sin desmayo, en una suerte de viaje fantasmagórico a lo largo de la raya ininteligible entre la locura y la sensatez. Por momentos, el fraseo se hace irrespirable y nos sitúa en un juego especular, al relato enfrentado del viejo y la niña, los dos personajes que narran, o sueñan, o deliran esta historia en la que el lector tendrá que dirimir, si puede, cuánto de verosímil hay en el monólogo de cada uno de ellos.
Esta es, a fin de cuentas, la plasmación de un desgarro, el de una niña desposeída de su infancia, entregada a la naturaleza más salvaje que puede anidar en un ser humano. El terror de esa naturaleza queda aquí simbolizado en un manglar casi mítico, vaporoso en su consistencia, pero tangible en los efectos devastadores que dejará, para siempre, en la personalidad de la niña. Como todo desgarro, las versiones de sus responsables confrontarán entre ellas, entre sus verdades o sus espejismos, por los meandros de la culpa, de la justificación, de la mentira. Y el lector tendrá que dirimir cuánto de real hay en en cada una de esas versiones. También como en todo desgarro, esta novela encierra una huida por paisajes desolados que, finalmente, arruinan del mismo modo la psique de su protagonista, porque el paisaje es solo el reflejo de nosotros mismos.
Hay que saber mantener la tensión para que todo ello funcione, para que, en definitiva, se vuelva cierta la máxima de que la literatura es la forma, de que una historia no es la misma según cómo la cuentas. Aquí el lenguaje es tan primordial como todo lo demás porque se trata de que vivamos en el lugar fronterizo de la psique de sus personajes: un lugar a veces repleto de tósigo, sofocante, claustrofóbico, pero en otras lúcido y esperanzado, como las notas de un piano en mitad del horror de los manglares.
El espanto, la conciencia de que para salir de él solo vale, de manera paradójica, la inconsciencia, de que la mente es a la vez el veneno y el remedio, de que el cuerpo no siempre se disocia de la emoción, de que el amor y el roce quizás se inventen de mil formas no conocidas, y por tanto con códigos nuevos, en ocasiones terribles, de que el tiempo es solo una convención más que, en veinticinco años, quedará suspendido en el laberinto de una herida ya constitutiva…. Nada de eso se puede describir, pero sí reflejar, por eso el lenguaje resulta aquí fundamental. Por eso, en esta novela, más que en tantas otras, es la herramienta delicada con la que el escritor se lo jugará todo.
Miguel Ángel Maya, con la complicidad de una cuidada edición, sale airoso de su original empeño, y el lector le agradecerá haber traspasado con él algunos límites habituales en la narrativa actual. Su principal logro es ese, y a mí me parece que solo por ello merece la pena sumergirse en estos manglares de alucinación y fronteras.
Publicado en Revista Penúltima
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