La llamada
El amortajado pelele pequeño pálido inerte sobre las enormes
hojas de quién sabe qué vegetal enorme y acogedor y espeluznante y los ojos
cerrados y la boca cerrada y los dedos entrelazados sobre el pecho y el rosario
y la piel amarillenta como la de una fotografía velada o la de un incendio
antiguo. Yo, recién llegada al poblado, venciendo las desconfiadas reticencias
y los miedos, lo había conocido vivo o, más bien, agarrándose desesperadamente a
un hilo de vida cada vez más resbaladizo y frágil, un hilo con cada vez menos
futuro, más incierto, más sucio y enfermizo. Después de una desigual lucha de
semanas, una madrugada, el pequeño desistió o decidió descansar o quién sabe
qué fue lo que pasó pero el caso es que la lucha cesó y él quedó inerte después
de un último suspiro. Cuando tuvo lugar el desenlace de la pelea, lo primero
que pensé, rodeada por la música queda de los llantos, fue que yo sabía decir «vida»,
en la lengua de mis lejanos, desconocidos, hospitalarios huéspedes, pero no
sabía decir «muerte». Contemplé y fotografié la ceremonia, tomé notas, elaboré
teorías, mientras lavaban, amortajaban y perfumaban el cuerpo, sin dejar de preguntarme
cómo se diría «muerte» en la misteriosa lengua en la que ahora, susurrando,
lloraban al pequeño.
Fue entonces cuando le pregunté a quien hasta aquel momento
había ejercido de intérprete entre ellos y yo, un adolescente de ojos vivarachos
y una desesperante parquedad de palabras que me hacía desconfiar seriamente de
que estuviese ejerciendo adecuadamente su trabajo.
«¿Cómo llaman ustedes a la muerte?» —pregunté—. Mi joven
intérprete me miró extrañado y: «No la llamamos, señora, ella sola viene», respondió
abriendo mucho los ojos.
Miguel Ángel Maya (Feat. Clara Falegname)
Textos engordados y otras especies