El conferenciante – Juan José
Saer
El conferenciante entró jovial,
aunque algo apesadumbrado. Era en uno de los salones de la Real Academia de
Ciencias de Bruselas donde años antes había tenido lugar un horrendo crimen
todavía no resuelto que, cada cierto tiempo, llenaba de suspicacias y sospechas
las páginas de sucesos de los periódicos locales. Si mis recuerdos no me
engañan, iba a tratar el problema de los métodos de verificación de una suma,
aunque sabía que el rocoso telón de fondo de toda su disquisición no iba a ser
otro que los pormenorizados detalles no resueltos del crimen. El conferenciante
descartaba a priori la verificación estadística (por x número de personas) y la
convicción subjetiva y de buena fe sobre el resultado —de la verificación de
una suma— pero le eran por completo extrañas las hipótesis y las
contradictorias teorías criminalísticas acerca del crimen. Sin embargo, tal vez
se trataba más bien de lo contrario: obviar el crimen y las innecesarias arenas
movedizas con las que este habría impregnado su ponencia, y centrarse en el
problema matemático. Se sentó, desplegó sobre la mesa las hojas de una carpeta
y, antes de comenzar a desarrollar su tema, contempló durante unos segundos la
jarra transparente, sonrió como para sí mismo, y dijo: «Yo acostumbro a dormir
la siesta antes de dictar una conferencia, para tranquilizarme, porque la
obligación de hablar en público me pone siempre muy nervioso, más aún, si he de
hablar precisamente en este salón y no en cualquier otro de la
Real Academia de Ciencias de Bruselas. Así que hace una hora me encontraba yo
durmiendo la siesta y tuve un sueño. Tres personas diferentes, enmascaradas,
fotografiaban rinocerontes. Eran tres imágenes sucesivas, pero el método que
empleaban para sacar la fotografía era el mismo: se internaban en el río hasta
la cintura, sentían bajo sus pies los movimientos sinuosos de la vegetación al
compás de la corriente, tal vez algún anfibio asustado ante la pisada, y
fotografiaban de esa manera al rinoceronte, que se encontraba a unos metros de
distancia, en el agua. Se trataba de rinocerontes, no de hipopótamos u otros
monstruos. El último de los fotógrafos era un poeta amigo mío (al que no
conozco personalmente, solo a través de una dolorosa y secreta correspondencia).
Era mi amigo en el sueño. Este poeta, de fama universal, me explicaba en
detalle el procedimiento que se emplea habitualmente para fotografiar
rinocerontes, no hipopótamos u otros monstruos. Y, en nombre de nuestra vieja
amistad, no exenta de altibajos y —como he señalado— dolor, me regalaba la fotografía
que acababa de sacar».
El conferenciante hizo silencio
y recogió de entre sus papeles un rectángulo coloreado. Después, antes de
comenzar la disertación propiamente dicha, con el firme propósito de eludir de
la mejor manera posible ese crimen pasado que lo impregnaba todo en aquella
sala, concluyó su relato:
«Tal vez ustedes crean que este
sueño que acabo de contarles es pura invención. Y bien, estimados oyentes, se
equivocan. Aquí tengo la prueba», dijo, y alzó la mano mostrando al público la
fotografía en colores de un rinoceronte en un río africano, todavía húmeda, a
causa sin duda de la proximidad del agua o del reciente revelado.
Miguel Ángel Maya (feat. Juan
José Saer)